Hay un hombre sentado en la vereda de su sombra
conversando con ella diálogos sordos en el grito del silencio profundo.
Protesta contra la insurgencia del instante: nube, rubí, tormenta soleada.
Algo de profano y absurdo desafiando las fronteras de su estancia,
como exiliado que parcha con recortes de periódico
el mapa de un país que hace tiempo ha dejado de pertenecerle.
Mira los tejados repartidos bajo el incendio de la tarde
y piensa en la macabra semejanza, emancipado del deseo,
entre el juego de los gatos en agosto y su anhelo de aniquilar las distancias.
Su mirada disparando en el infinito pequeñas esquirlas de memoria
lo empuja de súbito sobre la mancha oscura en el asfalto,
cuerpo proyectado en las tinieblas del sol por las espaldas.
Como piedra atada a los tobillos, el ruido de las bocinas ensordece su silencio
y lo obliga al ejercicio de las hojas en otoño: caer irremediablemente
a un suelo repleto de cadáveres que preceden su caída.
conversando con ella diálogos sordos en el grito del silencio profundo.
Protesta contra la insurgencia del instante: nube, rubí, tormenta soleada.
Algo de profano y absurdo desafiando las fronteras de su estancia,
como exiliado que parcha con recortes de periódico
el mapa de un país que hace tiempo ha dejado de pertenecerle.
Mira los tejados repartidos bajo el incendio de la tarde
y piensa en la macabra semejanza, emancipado del deseo,
entre el juego de los gatos en agosto y su anhelo de aniquilar las distancias.
Su mirada disparando en el infinito pequeñas esquirlas de memoria
lo empuja de súbito sobre la mancha oscura en el asfalto,
cuerpo proyectado en las tinieblas del sol por las espaldas.
Como piedra atada a los tobillos, el ruido de las bocinas ensordece su silencio
y lo obliga al ejercicio de las hojas en otoño: caer irremediablemente
a un suelo repleto de cadáveres que preceden su caída.
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